La historia va de preludios y de autómatas.
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Sólo el circular y obsesivo golpear nuestras cucharitas contra las paredes de la taza de café. Y una Modigliani exhibiéndose orgullosa después de años de clausura por ser considerada demasiado obscena. Y, también, por supuesto, gracias a Dios, la Gnossiene nº3 o la nº4 -¿qué más da?- solapando nuestra suerte de conversación y nuestras muecas ortopédicas, intentos de sonrisa complaciente.
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El ya lento bamboleo de la cuchara está empezando a trepanar la cerámica y su ruido, nuestros nervios. La putita de Modigliani parece estar absorbiendo el último resquicio de autoconfianza que nos quedaba. Pero, lo peor de todo: hemos asumido el piano de Satie como algo más en el ambiente y estamos ridículamente desnudos el uno frente al otro.