Comentario a partir de la reflexión de Rem Koolhaas en La Ciudad Genérica.
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El barrio de Brixton no es lo mismo que el espacio que rodea, que encarcela, la Circle line de metro. Ambos lugares se encuentran en Londres, el primero en la periferia y el segundo en el centro. “El Centro” lleva consigo la pesada responsabilidad de no dejar de ser nunca encantador, tanto para sus ciudadanos (el centro es su orgullo) como para sus visitantes. Tiene el compromiso de ser, simultáneamente, el más viejo y el más nuevo; el más conservador y el más innovador. En definitiva, debe estar a la última y afrontar los retos de todas las oleadas de modernidad que le sobrevengan y, a su vez, debe evitar que éstas hagan vulnerable su autenticidad, su identidad. Madonna(1) lo ha sabido hacer, ha sabido adaptarse a los tiempos sin dejar de ser ella en esencia, por eso todavía hoy sigue encandilando a su público de siempre y también a las nuevas generaciones. Pero, para las ciudades, incorporar la modernidad en la antigüedad (autenticidad) sin devaluar ninguna de las dos ha sido y sigue siendo una tarea muy ardua. Los centros sobrellevan esta enfermedad bipolar como buenamente pueden: unos fusionan ambas esferas en el mismo radio, haciéndose cada vez más grandes y grotescamente eclécticos; otros dejan fluctuar las nuevas corrientes de forma demasiado hospitalaria, mutilando así la identidad del centro; y otros (una minoría) optan por soluciones tan peregrinas, tan dantescas, como las que ha tomado Zúrich, construyendo la(s) modernidad(es) bajo tierra y dejando intacta su esencia en la superficie.
Por suerte o por desgracia, la periferia, la “Ciudad Genérica” de que habla Rem Koolhaas en su libro, no tiene ese deber representativo que tiene el centro. No debe ser Madonna, sino el dueto “chapero” Milli Vanilli. La periferia puede -de hecho, debe- reinventarse constantemente en función de sus necesidades. No tiene identidad, o al menos no tiene una identidad única e inmutable, lo cual es sinónimo de inexistente. En palabras extraídas literalmente de Koolhaas: «Es “superficial” -como un estudio de Hollywood, puede producir una nueva identidad cada lunes por la mañana». El autor nos describe, minuciosa y pautadamente, los rasgos más definitorios de la Cuidad Genérica en cada uno de sus ámbitos: población, urbanismo, política, sociología, lipservices, arquitectura, geografía, identidad, cultura, etc. Grosso modo –para no repetir todo lo que ya aparece en el texto-, la ciudad que aquí se refiere es la huella o, mejor dicho, la continuación (aún hoy sigue palpitando) de la explosión urbanística –consecuencia de una previa explosión demográfica- que nos ha legado la última década del siglo pasado. La Ciudad Genérica se dibuja como un territorio homogéneo y heterogéneo a partes iguales. Lo primero, por la estandarización y esterilización de sus formas arquitectónicas, sus prestaciones, etc.; lo segundo, por la multiculturalidad que la habita. Es una ciudad dormitorio; un nido de vida -sosegada, por cierto- entre las malezas. Es tan polifacética (china, paquistaní, judía, africana, etc.) que no tiene cara. No tiene carácter, ni un pasado común, ni unos buenos cimientos, ni un futuro cierto. El pragmatismo es el dogma de los que la crearon y abandonaron a su suerte a una edad prematura, de modo que la Ciudad Genérica suele funcionar como una especie de organismo biológico (o eso es lo que cuenta el humor descocado de Koolhaas).
¿Cuáles son las peculiaridades de la Ciudad Genérica? La única peculiaridad que tiene esta suerte de modelo urbanístico es, precisamente, que no tiene ninguna. No existe el patrimonio ni rastro alguno de identidad compartida. Su sello, por decirlo de alguna manera, se reduce -en el mejor de los casos- a algún emoticono simplista y pueril que sus habitantes producen y reproducen en cualquier sitio: en el menú de un restaurante, en el rótulo de algún centro comercial, etc. Un monumento histórico, un museo costumbrista, los vestigios de un templo romano o la exuberante presencia de una catedral gótica son elementos que contribuyen a crear una memoria colectiva, una identidad común a todos los habitantes de una localidad. Todos esos componentes enorgullecen a sus ciudadanos y despiertan la curiosidad de los de territorios extranjeros. Son los atributos específicos de una comunidad lo que la diferencia de la que está al lado, y son éstos los que la hacen atractiva. La Ciudad Genérica no tiene ningún atributo que la diferencie y la identifique, sino que está completamente deshumanizada. La Ciudad Genérica, por tanto, no es un destino interesante –ni para la mirada extravertida, ni para el propio ciudadano. Cualquier rasgo es mitigado, pasteurizado y, finalmente, pasado por el filtro de la homogenización.
El problema de la Ciudad Genérica es taxativo, pero no deja de preocupar la hipotética situación en que puedan verse las metrópolis posmodernas (las postmetropolis, que diría E. W. Soja) en un futuro. Aterra pensar que el modelo “cínico y pragmático” que describe Koolhaas se propague por todos planos urbanísticos: ¿Qué será entonces de la identidad de los territorios? ¿Qué se hará del patrimonio? Margaret Thatcher tiró abajo todas las industrias y en su lugar hizo construir inmensos shopping malls. Luego llegó la nostalgia y empezaron a rehabilitarse y museizarse los restos de “vida” industrial que habían quedado para tener algo con qué identificarse; aunque Birmingham, por ejemplo, sigue siendo poco más que muros de obra vista y grandes centros comerciales en el extrarradio. ¿Dónde acaba la Ciudad Histórica y dónde empieza la Genérica?
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(1) Equiparación descaradamente plagiada de otro ensayo urbanista del doctor en Humanidades
Jorge Carrión. El ejemplo era demasiado bueno como para echarlo a perder o encontrar otro de más original. Espero que, si algún día aterriza por estos suburbios de la blogesfera y lo lee, me perdone. Eso sí, la de Milli Vanilli es mía y no es que me sienta muy orgullosa de ello pero hay que decirlo todo, tanto lo bueno como lo malo, ¿no?