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miércoles, 20 de enero de 2010
lunes, 18 de enero de 2010
Melinda, ciudad invisible
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Habíamos dejado demasiadas casas con prisas en el pasado
y las habíamos dejado de cualquier manera o hechas un desastre,
o si no nos habíamos ido sin pagar el alquiler.
RAYMOND CARVER
Habíamos dejado demasiadas casas con prisas en el pasado
y las habíamos dejado de cualquier manera o hechas un desastre,
o si no nos habíamos ido sin pagar el alquiler.
RAYMOND CARVER
Melinda es como tú quieras que sea. Desde el habitante más genuino hasta el que sólo la franquea para dirigirse a su destino, pasando por el inmigrante del este y el turista del oeste, todos ellos tienen derecho a opinar sobre ella y a modificarla a su antojo. El capricho de cualquiera se ve saciado en Melinda: el cielo puede ser cian, turquesa, lapislázuli, aguamarina —incluso verde, magenta o morado— según el pie con el que te hayas levantado hoy, pero mañana, si quieres, puede ser de otro color y estar seis palmos más cerca de tu cabeza que el día anterior. Es lo que viene a ser un traje a medida que, por mucho que oscile la topografía del cuerpo a lo largo de los años, siempre tendrá sus costuras bien amoldadas a cada surco de la piel.
Cada día y varias veces en un mismo día, Melinda reinterpreta, reinventa y reedita su apariencia dando lugar a nuevas formas cartografiadas o inimaginables. Su inconmensurable versatilidad, sin embargo, hace que no tenga una identidad axiomática a la que apelar ni un referente común con que uno pueda sentirse seguro y protegido en una noche de invierno de cielo morado (que quizás es la cálida mañana color turquesa de nuestro compañero de piso, si atendemos a lo antes dicho).
Después de un tiempo —o tan sólo de un rato—, Melinda, una de las que habías creado, pierde todo el interés que pudiera haber tenido en un principio: es hora de dar paso a una nueva. Uno se despide de sus Melindas con el mismo ímpetu delirante con que liquida las últimas tareas de la oficina y corre para poder coger el tren de las nueve y siete con toda esa muchedumbre anónima que también regresa a sus casas al caer la tarde. Ese afán de mutabilidad hace que no te puedas encariñar ni amar a una por encima de cualquier otra, y no sólo eso, sino que también es habitual que cada vez sean más y más concretas tus exigencias hacia lo que ella puede ofrecerte.
Nadie cree que Melinda vaya a aguantar mucho en esta trepidante carrera transformativa, pero, mientras no se queja, todos siguen embadurnándola con el inconstante cariz de sus ambiciones y de sus frustraciones.
Cada día y varias veces en un mismo día, Melinda reinterpreta, reinventa y reedita su apariencia dando lugar a nuevas formas cartografiadas o inimaginables. Su inconmensurable versatilidad, sin embargo, hace que no tenga una identidad axiomática a la que apelar ni un referente común con que uno pueda sentirse seguro y protegido en una noche de invierno de cielo morado (que quizás es la cálida mañana color turquesa de nuestro compañero de piso, si atendemos a lo antes dicho).
Después de un tiempo —o tan sólo de un rato—, Melinda, una de las que habías creado, pierde todo el interés que pudiera haber tenido en un principio: es hora de dar paso a una nueva. Uno se despide de sus Melindas con el mismo ímpetu delirante con que liquida las últimas tareas de la oficina y corre para poder coger el tren de las nueve y siete con toda esa muchedumbre anónima que también regresa a sus casas al caer la tarde. Ese afán de mutabilidad hace que no te puedas encariñar ni amar a una por encima de cualquier otra, y no sólo eso, sino que también es habitual que cada vez sean más y más concretas tus exigencias hacia lo que ella puede ofrecerte.
Nadie cree que Melinda vaya a aguantar mucho en esta trepidante carrera transformativa, pero, mientras no se queja, todos siguen embadurnándola con el inconstante cariz de sus ambiciones y de sus frustraciones.
sábado, 9 de enero de 2010
En un momento cualquiera
Golpeó su espalda contra los azulejos de la cocina
y fue resbalando hasta el suelo sin prisa.
Lamentó haber olvidado el vino encima de la mesa,
demasiado lejos de ahí abajo,
demasiado cansada para levantarse, para cogerlo.
Prefirió estar consciente y sentada
que borracha y de pié.
... y en un momento cualquiera, en un lugar cualquiera,
seguro que alguien también estuvo cayendo.
y fue resbalando hasta el suelo sin prisa.
Lamentó haber olvidado el vino encima de la mesa,
demasiado lejos de ahí abajo,
demasiado cansada para levantarse, para cogerlo.
Prefirió estar consciente y sentada
que borracha y de pié.
... y en un momento cualquiera, en un lugar cualquiera,
seguro que alguien también estuvo cayendo.
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SOBRE MI
- ASTRID G.
- Tengo veintiún años y desde hace cuatro frecuento la carrera de Humanidades y otros lugares de alterne por el estilo. Soy inquieta, inconstante e inestable. Adoro la calma, pero mi vida es un caos.