viernes, 20 de noviembre de 2009
Una danza inútil
miércoles, 9 de septiembre de 2009
Ni entero ni entregado
Está bien. Seré dulce y obediente
o lo pareceré. Te da lo mismo:
Necesita, de pronto, tu egoísmo
que yo me quede así, sumisamente,
Sin sufrir, sin dolor, sin aliciente,
sin pasiones al borde del abismo,
sin mucha fe ni un gran escepticismo,
sin recordar la esclusa ni el torrente.
Necesitas las llamas sin el fuego,
que el fuego del amor no sea un juego
y que esté el rayo aquí, sin la tormenta.
Quieres que espere así, sin esperarte,
que te adore también sin adorarte
y estar clavado en mi, sin que te sienta.
JULIA PRILUTZKY
domingo, 23 de agosto de 2009
martes, 18 de agosto de 2009
La Ciudad Genérica
Por suerte o por desgracia, la periferia, la “Ciudad Genérica” de que habla Rem Koolhaas en su libro, no tiene ese deber representativo que tiene el centro. No debe ser Madonna, sino el dueto “chapero” Milli Vanilli. La periferia puede -de hecho, debe- reinventarse constantemente en función de sus necesidades. No tiene identidad, o al menos no tiene una identidad única e inmutable, lo cual es sinónimo de inexistente. En palabras extraídas literalmente de Koolhaas: «Es “superficial” -como un estudio de Hollywood, puede producir una nueva identidad cada lunes por la mañana». El autor nos describe, minuciosa y pautadamente, los rasgos más definitorios de la Cuidad Genérica en cada uno de sus ámbitos: población, urbanismo, política, sociología, lipservices, arquitectura, geografía, identidad, cultura, etc. Grosso modo –para no repetir todo lo que ya aparece en el texto-, la ciudad que aquí se refiere es la huella o, mejor dicho, la continuación (aún hoy sigue palpitando) de la explosión urbanística –consecuencia de una previa explosión demográfica- que nos ha legado la última década del siglo pasado. La Ciudad Genérica se dibuja como un territorio homogéneo y heterogéneo a partes iguales. Lo primero, por la estandarización y esterilización de sus formas arquitectónicas, sus prestaciones, etc.; lo segundo, por la multiculturalidad que la habita. Es una ciudad dormitorio; un nido de vida -sosegada, por cierto- entre las malezas. Es tan polifacética (china, paquistaní, judía, africana, etc.) que no tiene cara. No tiene carácter, ni un pasado común, ni unos buenos cimientos, ni un futuro cierto. El pragmatismo es el dogma de los que la crearon y abandonaron a su suerte a una edad prematura, de modo que la Ciudad Genérica suele funcionar como una especie de organismo biológico (o eso es lo que cuenta el humor descocado de Koolhaas).
¿Cuáles son las peculiaridades de la Ciudad Genérica? La única peculiaridad que tiene esta suerte de modelo urbanístico es, precisamente, que no tiene ninguna. No existe el patrimonio ni rastro alguno de identidad compartida. Su sello, por decirlo de alguna manera, se reduce -en el mejor de los casos- a algún emoticono simplista y pueril que sus habitantes producen y reproducen en cualquier sitio: en el menú de un restaurante, en el rótulo de algún centro comercial, etc. Un monumento histórico, un museo costumbrista, los vestigios de un templo romano o la exuberante presencia de una catedral gótica son elementos que contribuyen a crear una memoria colectiva, una identidad común a todos los habitantes de una localidad. Todos esos componentes enorgullecen a sus ciudadanos y despiertan la curiosidad de los de territorios extranjeros. Son los atributos específicos de una comunidad lo que la diferencia de la que está al lado, y son éstos los que la hacen atractiva. La Ciudad Genérica no tiene ningún atributo que la diferencie y la identifique, sino que está completamente deshumanizada. La Ciudad Genérica, por tanto, no es un destino interesante –ni para la mirada extravertida, ni para el propio ciudadano. Cualquier rasgo es mitigado, pasteurizado y, finalmente, pasado por el filtro de la homogenización.
El problema de la Ciudad Genérica es taxativo, pero no deja de preocupar la hipotética situación en que puedan verse las metrópolis posmodernas (las postmetropolis, que diría E. W. Soja) en un futuro. Aterra pensar que el modelo “cínico y pragmático” que describe Koolhaas se propague por todos planos urbanísticos: ¿Qué será entonces de la identidad de los territorios? ¿Qué se hará del patrimonio? Margaret Thatcher tiró abajo todas las industrias y en su lugar hizo construir inmensos shopping malls. Luego llegó la nostalgia y empezaron a rehabilitarse y museizarse los restos de “vida” industrial que habían quedado para tener algo con qué identificarse; aunque Birmingham, por ejemplo, sigue siendo poco más que muros de obra vista y grandes centros comerciales en el extrarradio. ¿Dónde acaba la Ciudad Histórica y dónde empieza la Genérica?
lunes, 10 de agosto de 2009
Mais c'est un rêve
miércoles, 22 de julio de 2009
Paseo nocturno
MACBA, julio de 2009
domingo, 12 de julio de 2009
miércoles, 24 de junio de 2009
Lo que dejamos perder
Me imagino a Catherine O’Flynn sentada delante de la pantalla en blanco del ordenador, remangándose las mangas y diciendo: «vamos a revolver conciencias». Pero, antes que nuestro ego pudiera sentirse turbado por sus intenciones, O’Flynn tuvo que pasear su novela por más de veinte editoriales en un camino largo y cada vez más desesperanzado, hasta que Tindal Street Press, un pequeño sello editorial de Birmingham –ciudad natal de la autora donde todavía reside-, decidiera confiar en su debut literario. Apostó y apostó bien. A día de hoy, Lo que perdimos se ha convertido en un fenómeno editorial en veinticinco países (más o menos el número de portazos editoriales recibidos anteriormente) y ha sido galardonada con tres de los más prestigiosos premios literarios en lengua inglesa: el Costa Award, el Galaxy British Award y el Jelf Group Award. Todo un inesperado éxito que una importante productora ya se ha apresurado en explotar, comprando los derechos del libro y llevándolo a la gran pantalla. Que no le pase nada.
Tratar de encajar Lo que perdimos dentro de un subgénero novelístico específico no tiene ningún sentido más que superficial e innecesario. En buena medida, la pieza está contaminada por el aura intrigante que caracteriza al género policíaco, pero no es propiamente una historia de detectives. A su vez, algunos fantasmas (unos más muertos que otros) transitan por los escondrijos del relato, pero no es, en absoluto, una novela de ficción tal y como se suele entender. La opera prima de O’Flynn trata de rehuir la frivolidad de las etiquetas malogradas para configurarse como nada más –y nada menos- que una perfecta radiografía del hombre contemporáneo desde la perspectiva más cotidiana posible; con lo cual resulta fácil, a la par que escalofriante, vernos reflejados en los personajes que en ella aparecen. De este modo, la intriga, los espíritus y el realismo se dan de la mano sin problema y comulgan al unísono con la voluntad de su “dueña”: «vamos a revolver conciencias».
Un ente gigante y deshumanizador es el principal elemento inquietante de la novela. Se trata del ficticio centro comercial Green Oaks, situado hipotéticamente en Birmingham, el cual actúa como lugar de confluencia de los personajes y como telón de fondo de sus vivencias. Green Oaks podría referirse perfectamente a cualquier megacomplejo comercial de los que proliferan incansables en la periferia de nuestras metrópolis. Esta clase de espacios austeros e inmensos empezaron a ponerse de moda hacia los años ochenta, erigiéndose –donde antes había fábricas- como los nuevos paradigmas del ocio, un ocio basado estrictamente en la experiencia consumista. ¿Quién no dedica buena parte de su tiempo libre a comprar? A los personajes de Lo que perdimos les pasa lo mismo. Todos ellos son víctimas oprimidas de éste entorno asfixiante que es Green Oaks y, por ende, del mundo en la que viven, o mejor, en el que se sienten atrapados. También nosotros lo somos.
Una pesadumbre lacerante emana de los pasillos solitarios y paredes silenciosas del centro comercial para recaer sobre los cuerpos de los personajes; sin embargo, ninguno de ellos parece querer remediar esa sensación de asfixia. Un vigilante nocturno, una dependienta de una tienda de discos, unos cuantos clientes anónimos…; todos ellos están atascados en los engranajes de la posmodernidad, lo cual aceptan con una apatía que suele resultar ofensiva al lector, por bien que él también se sabe cautivo de su propia vida. O’Flynn recoge a sus personajes errantes dentro de un shopping mall y de un giro agresivo e irreverente nos enfoca a nosotros, los protagonistas de carne y hueso, con la nitidez de este espejo que es su novela. En Lo que perdimos los individuos no son propietarios de las riendas de sus vidas. Por conformismo o por obligación, por cobardía o por necesidad, los personajes se dibujan como seres solitarios y aturdidos dentro de una realidad que no les satisface, pero que aceptan por ser ésta el resultado de haber sacrificado toda una serie de sueños en pro de una vida ¿mejor?, ¿más segura?, ¿o más aburrida? No obstante, mientras sus insatisfactorias vidas transcurren con forzada tranquilidad, empiezan a resurgir sin permiso los fantasmas de aquello que creían enterrado.
Las apariciones (más bien, alucinaciones) del espíritu de Kate Meany, una niña que solía jugar a detectives en el mismo Green Oaks veinte años atrás antes de desaparecer misteriosamente para siempre, son la personificación de esos fantasmas que vienen a perturbar la calma de aquellos que creen verla vagando en la noche por los pasillos silenciosos del centro comercial. En ella rebota el eco de aquel mensaje subversivo que la autora ha escondido en el interlineado y márgenes del libro: «vamos a revolver conciencias»; vamos a hurgar en ellas, vamos a marearlo todo y vamos a sacar a relucir lo más profundo y oscuro que encontremos. Entonces es cuando los personajes, despojados de sus vestiduras de supuesto bienestar, se nos revelan como individuos estigmatizados por los remordimientos de lo hecho y lo no hecho, culpables de no haber sabido escoger lo correcto en el momento preciso, de haber sacrificado tanto por tan poco. O’Flynn se limita a dejarnos con esta sobrecogedora fotografía sin ningún afán, aparentemente, moralizador. Pero, lo cierto es que, tras cerrar el libro, el lector siente la imperiosa necesidad de reordenar y cambiar algunos aspectos de su vida para que, si un día se le apareciera el fantasma de alguna Kate -un alma inocente, curiosa y llena de vitalidad-, no le pille desprevenido.
Por supuesto, la novela también nos ofrece algunas notas de humor británico subministradas, eso sí, en pequeñas y estratégicas dosis. Hay, sin embargo, una mezcla de tedio y tímida sorna en estos escasos soplos de aire fresco (lo que viene siendo el típico british sense of humour), lo cual termina por enfatizar, aún más, la tristeza que caracteriza al relato y a sus personajes. El ojo antropológico y sociológico de la autora, cuya formación en ambas disciplinas es evidente, no puede ni quiere detenerse en una mirada simple y superficial. Por eso, la cotidianeidad de los temas que trata y la cotidianeidad –también- con que lo hace no son, ni mucho menos, indicios de una actitud poco implicada por parte de la autora, sino el resultado de un minucioso análisis del mundo en el que vivimos y de las personas que lo transitamos. Lo que perdimos es, pues, una novela insultantemente ordinaria, terriblemente real.
Me imagino a Catherine O’Flynn expresando con palabras todo aquello que Edward Hopper –con sus escenas de autómatas melancólicos- solo llegó a mostrarnos con sus pinceladas de grises policromos, cuando una serie de cambios y el progreso irrefrenable empezaban a anunciar intuitivamente el advenimiento de una nueva era: la que Lo que perdimos nos (re)cuenta.
E. HOPPER, Summer evening
sábado, 20 de junio de 2009
Patrimonio y turismo
martes, 9 de junio de 2009
Estima
viernes, 29 de mayo de 2009
Sinfonía de polos opuestos
No forma parte del panteón cinematográfico norteamericano en ninguno de sus aspectos, lo cual basta para pronosticarle con casi total firmeza un triste porvenir. Un director y guionista como Tom McCarthy, más asiduo sobre la pantalla que detrás de ella; un personaje principal como Richard Jenkins, arraigado actor de reparto pese a su brillante labor interpretativa; otros tres actores como Haaz Sleiman, Danai Gurira y Hiam Abbass, que nos suenan más a postres de un restaurante libanés que a honorables deidades hollywoodienses; y un escaso presupuesto; son factores que condenan cualquier película sin piedad, obligándola a pasar sin pena y sin gloria por la historia del cine. Sorprendentemente y lejos de las conjeturas, The Visitor ha conseguido generar un cierto interés y un moderado éxito más allá de las fronteras del cine independiente sin dejar de ser fiel al credo indie. En realidad se trata de una modesta victoria al lado de otras producciones, pero es de la que no se gana con galardones favoritistas.
McCarthy debutó como director en 2003 con The Station Agent, traducida al español como Vías Cruzadas, y ahora repite experiencia -y triunfo- con esta delicada historia sobre las relaciones humanas expresada a través de contrastes y de convergencias. Walter Vale, interpretado por el hasta ahora discreto Richard Jenkins, es un viudo profesor universitario que deambula buscando, sin mucho empeño ni mucho éxito, algún aliciente que le devuelva las ganas de vivir. Hasta que un buen día es enviado a Nueva York por cuestiones de trabajo y al llegar a su olvidado apartamento se encuentra con unos desconocidos inquilinos que llevan dos meses viviendo allí, víctimas de una estafa inmobiliaria. Son el sirio Tarek (Haaz Sleiman), su novia, la senegalesa Zainab (Danai Gurira), y más tarde su madre, Mouna (Hiam Abbass), quiénes contribuirán al progresivo resurgimiento emocional de Walter, por bien que ello será, en buena medida, gracias a una serie de complicaciones.
The Visitor es una sinfonía de duetos protagonizada por voces completamente dispares que topan aquí con una excusa para encontrarse y convivir. De la historia se desprenden dos discursos distintos: uno de carácter social, como es el tema de la imigración, y otro con un tono más personal, como es el paulatino renacer de la ilusión perdida. Si bien ambos se desarrollan paralelamente a lo largo del film, el segundo lo hace de forma positiva en detrimento del primero, el cual sufre una evolución regresiva. Por otro lado, el temperamento frio y distante que caracteriza a los personajes al principio del relato guarda algunos ladrillos con los que cada uno de ellos está dispuesto a construir un puente de unión, de modo que la hostilidad inicial termina por convertirse en empatía y comprensión. Todo esto reforzado a través de la música, la cual podríamos considerar un personaje más de la historia. Walter, en uno de sus infructuosos intentos de encontrar algo que motive su existencia, prueba de aprender a tocar el piano, aunque ello solo le sirve para sentirse aún más fracasado. En cambio, cuando Tarek le descubre el djembé, la vida del protagonista empieza a reanimarse a ritmo de percusión. El contraste entre la sobriedad del piano, tan representativo del mundo occidental, y la fogosidad de los tambores africanos es otra de las dualidades convergentes de esta historia.
Es la concomitancia -a veces, incluso, la fusión- inesperada de estos contrastes, lo que convierte a The Visitor en una pieza realmente encantadora; sin dejar de lado, por supuesto, el increíble trabajo de las personas implicadas en el proyecto, a pesar de no ser éstas de las más destacadas del “mundillo” cinematográfico, al menos no en el rol que aquí les ha tocado jugar.
El más reciente film de McCarthy se podría catalogar como un drama contenido que, incluso en la situación más adversa, nunca deja de mantener su compostura, evitando caer así en el recurso fácil de las emociones sobrecargadas. Por otro lado, el espectador es el niño pegado al cristal del escaparate que admira el juguete que le traerán los Reyes Magos y, al mismo tiempo, es ese mismo niño desconcertado después de abrir todos los paquetes y descubrir que lo que tanto deseaba no está. The Visitor nos ofrece un bonito y ameno diálogo intercultural -quizás un poco idílico, pero no imposible- en el que todos los personajes son visitantes que progresivamente van despojándose de sus prejuicios y abriéndose al otro, y por tanto, a ellos mismos. En contraste y basándose en el tema de la inmigración musulmana en EUA, la película desmiente una vez más el American dream, aquel discurso sobre una tierra utópica con oportunidades para todos que ya nadie se cree.
De este modo, uno ya no sabe si creer en el optimista diálogo y encuentro que promulga J. M. Esquirol en su libro Uno mismo y los otros (Herder, Barcelona, 2004), o hacer caso a Rousseau cuando dice que el nacimiento del sentido de la propiedad ha llevado a nuestra especie al ocaso. Seguramente lo más plausible sea pensar que quizás ambos tengan razón; y este es, de hecho, el mensaje que The Visitor quiere transmitir. Porque en la vida real, el hombre es, ha sido y será siempre, una marioneta en manos de la ley que él mismo ha creado y aceptado, pero, a su vez, es, ha sido y será siempre, una pequeña Antígona dotada de un humanismo por encima de lo escrito.
The Visitor es, en definitiva, un conmovedor relato polifónico sobre la vida: a veces de cara, otras de espaldas; y sobre la naturaleza contradictoria de las relaciones humanas: a veces conciliadora, otras excluyente.
lunes, 27 de abril de 2009
Pop culture
¿Apocalíptico o integrado? A día de hoy, definirse como apocalíptico o integrado no tiene demasiado sentido, si es que algún día lo tuvo. Nunca me han acabado de gustar ese tipo de dualidades de un maniqueísmo confuso. En todo caso, puede que cuando Umberto Eco escribió su controvertido libro (cf. Apocalípticos e Integrados) fuera más evidente el abismo entre "La Cultura" y la "contra-cultura" -que no deja de ser una forma alternativa de entender la cultura-, dispuesta ésta última a hacer mucho daño o mucho bien, a ser relevante y reveladora, al menos.
Esa cultura popular emergente no tardó nada en deshacerse de los pañales y del cochecito. Caminó tanto y tan rápido, que actualmente el abismo se ha convertido en istmo. Todos engullimos cultura, de la ""buena"" y de la ""mala"", sin que ello eleve o desprestigie al consumidor. Lo importante es que cada uno, a fuerza de mucho engullir (no me malinterpretéis), sea capaz de desarrollar su propio criterio.
Que tire la primera piedra aquél que viva sin tele cual cincuentona rusa y amargada anclada en la antigua URSS. ¿Rusa y amargada no eran sinónimos? jeje...
Para los amantes de la cultura popular:
http://www.artandpopularculture.com/
jueves, 2 de abril de 2009
Amor líquido
Puedo componer una canción, un blues, y dedicártelo cada noche antes de hacer el amor. Podemos dormir abrazados todas las mañanas lluviosas de marzo e inventarnos alguna excusa para no ir a trabajar. Puedes beber de mi taza y vivir en mi casa cuando no tengas donde ir. Puedo prometerte que todo esto va a ser así; puedo cumplirlo incluso. Pero nunca olvides que vivimos en la tierra donde nadie acude a rescatar a Helena porque nadie se la ha llevado; Abelardo no le envía cartas a Eloísa y ella a él tampoco; Príamo no muere por Tisbe, ni Tisbe por Príamo; y Ulises siempre llega demasiado tarde.
Puedes ser muy especial, tanto como para convencerme de no ir a la oficina un lunes por la mañana para quedarme contigo en la cama. Pero no eternamente, no por mucho tiempo. Si me voy, si te vas, no creas que te vaya a escribir ninguna carta, tú tampoco lo harás. En algún cajón olvidado puede estar la partitura de aquél blues que compuse para ti; puedes pedir a alguien que te lo toque o yo tocárselo a otra persona. Puede que Ulises vuelva, pero nunca bajo la misma apariencia.
jueves, 26 de marzo de 2009
Reencuentro
Habíamos llegado a los treinta solos, aunque por aquellos tiempos él ya tenía casi cincuenta y, sí, seguía solo. O quizás demasiado acompañado como para escoger una de entre todas las personas que le rodeaban. Lo vi apoyarse en la barra de aquel bar -uno de los pocos locales "bohemios e intelectuales" que quedaban en el Raval- y me dio la sensación de que seguía siendo un soltero-orgulloso-de-serlo; al menos parecía más feliz que algunos matrimonios con tres hijos, un perro, una hipoteca y unas vacaciones en Castelldefels.
Yo estaba sentada a pocos centímetros de distancia tomando aun el primer Martini, mareando el vaso y observando como los cubitos se hacían cada vez más pequeños. Entonces, después de pedir una Moritz al camarero y mientras esperaba a ser servido, giró la cabeza hacia mi y sonrió. Fue un momento de complicidad, pensé que debida al reconocimiento mutuo, pero luego entendí que su gesto era más bien algo así como una señal de compasión y confortabilidad de un individuo solitario encontrando a otro individuo solitario del género opuesto.
Al cabo de dos horas, tres gintonics y a unos escasos milímetros de distancia, le confesé entre risas que unos diez años atrás me había hablado sobre la censura en el franquismo y la crisis de sentido (entre otras muchas cosas) y que me sorprendía que los mismos temas que utilizaba entonces para instruir a sus alumnos, los estuviera utilizando ahora para seducirme. Contrariamente a lo que yo esperaba, no se enfadó. Ni por no haberle dicho antes que ya le conocía, ni por el comentario que, según como, podría haberle resultado ofensivo. Simplemente dijo:
- Perdóname si es la segunda vez que intento convencerte(1) con las mismas palabras.
... Y de fondo insistía la voz lánguida de Paolo Conte:
Via, via, vieni via di qui,
niente più ti lega a questi luoghi,
neanche questi fiori azzurri…
via, via, neache questo tempo grigio
pieno di musiche e di uomini che ti son piaciuti...
(1) Convencerte se vuelve aquí una palabra ambigua. ¿Quería el hombre examinar de nuevo los conocimientos culturales de la narradora y co-protagonista del relato? ¿O bien quería examinar sus habilidades en el catre? Podéis aportar opiniones y proponer posibles finales (siempre y cuando no sean como los de las películas de Disney).
lunes, 23 de marzo de 2009
Combien tu m'aimes?
No sé si nunca habréis topado con el cine de Bertrand Blier. A mi me pasó anoche, buscando alguna excusa para prolongar el domingo y no pensar que al día siguiente era lunes. Di con Combien tu m'aimes? (Cuánto me amas?, en español), una estrambótica historia de amor que recuerda a la de los protagonistas de Moulin Rouge; aunque el conjunto de la película recuerda más bien al teatro del absurdo de Ionesco y compañía, o al peculiar humor del Woody Allen más genuino. Todo acompañado de una banda sonora esencialmente clásica, que remite a las grandes y trágicas óperas italianas. Todo muy surrealista. Vale la pena verla, no por fantástica, sino por inusual y porque Monica Bellucci -la nueva Satine- se pasea en ropa muy provocativa a lo largo de toda la película. Aunque inecesaria, sé que esta última información incitará a más de un@ a verla, más que si me invento que es el último film de Danny Boyle (jajaja...).
SOBRE MI
- ASTRID G.
- Tengo veintiún años y desde hace cuatro frecuento la carrera de Humanidades y otros lugares de alterne por el estilo. Soy inquieta, inconstante e inestable. Adoro la calma, pero mi vida es un caos.